No es de extrañar que Mariana Enríquez esté consiguiendo tanta resonancia con su novela Nuestra parte de noche. Al margen de los premios y la promoción editorial, el libro consigue mantenerse en una atractiva mezcla de géneros entre el terror y el misterio. A esto se suma el contexto en el que se desarrolla la trama, la atmósfera turbia que consigue crear, la naturalidad de los diálogos, el uso de referentes populares de nuestra generación. Todo ello contribuye a enganchar al lector desde la primera página. Sin embargo, tras unas doscientas páginas que mantienen una tensión y un ritmo muy atractivos, la novela acaba alargando demasiado algunas situaciones y presentando personajes sin tanto interés.

El nudo sobre el que se mantiene la historia es una oscura y compleja relación entre padre e hijo cuyas claves se van desvelando poco a poco. Esa forma en la que se demuestran el cariño y se protegen el uno al otro reverbera a lo largo del libro. Es la delicadeza del niño acercando el oído al corazón del padre que contrasta con lo terrible de algunas escenas. Su viaje me recordaba un poco a La carretera de McCarthy por esa violencia latente. Enríquez describe con crudeza un mundo en el que no encaja bien lo femenino: las madres se comportan como bestias devoradoras y las amantes son demasiado ingenuas para poder ayudar. Sin embargo, la autora tiene el cuidado de explicar la crueldad de los actos, teniendo cuidado de ni justificarlos, ni moralizarlos. También, presenta algún personaje femenino más complejo capaz de insertarse en la trama en el bando adecuado.

La primera parte del libro está ambientada en la fase más despiadada de la dictadura Argentina. En las páginas se entrelazan la dureza de la violencia militar con el terror más clásico de manera apabullante. El umbral que se descubre de manera accidental va a tener consecuencias imprevisible, nefastas y de consecuencias irreparables. El dolor es desencadenado por una maldad pura, fría e incomprensible. Ese mundo tenebroso, esa boca hambrienta y trituradora es la mezcla de una sala de torturas y una fosa común. La realidad en la que habita la oscuridad podría ser perfectamente un páramo de Beksiński: cargado, sofocante, por el que deambulan las almas perdidas, las víctimas que agonizan en manos de fuerzas abismales e inhumanas. Ante ese mal en estado puro no hay perdón, ni olvido posibles.

El libro superpone con brillantez oscuridad, violencia, dolor, abusos, torturas y, por debajo de todo, nos muestra un relato de perdedores o de aquellos que se aferran con todas sus fuerzas al último resquicio de vida antes de perderlo todo.

Desgraciadamente, gran parte de los misterios y enigmas que se plantean en la primera parte son resueltos de manera excesivamente simple a lo largo de las siguientes páginas. Hubiese preferido seguir imaginando mis propias soluciones. Tampoco conseguí disfrutar del todo con las perspectivas del resto de los personajes y, en algunos momentos, llegaron a irritarme. Aun así, el libro mantiene hasta el final el eco de ese mundo cerrado y lleno de dolor que comparten Juan y Gaspar.

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